Estamos sobrealimentados. Hay comida por todas partes. Mires donde mires, hay comida. En la actualidad no paramos de comer sin necesitarlo. Comemos hasta reventar, lo que no significa que estemos bien nutridos.

En aeropuertos, farmacias, bares, máquinas vending gasolineras… comida “basura” por todas partes, es una epidemia. Como parte de la era de consumismo que nos toca vivir, la comida “basura” tiene su origen en la necesidad de hacer negocio y parte del marketing: envoltorios irresistibles, un sabor alucinante, formas y sabores muy atractivos y comida muy barata que hace que la gente se vuelva adicta. Si supieran lo que ingieren…y eso que no es difícil, basta con girar el envase y leer las etiquetas. Parece no importar demasiado que se mete uno en el cuerpo, como si no afectara directamente a la salud. Las cifras hablan por sí solas. Cáncer, obesidad y diabetes son enfermedades en auge  de estos dos últimos siglos y definitivamente la plaga de las próximas décadas. Están directamente relacionadas con la comida (además de otros factores).

Como hay información por todas partes sobre alimentación, además de estudiar un grado superior en dietética y nutrición, y ser diabética tipo 1 de toda la vida, he hecho dos estudios con mi propio cuerpo para poder hablar en primera persona. Todo documentado con analíticas, gráficas y muchos, muchos datos sobre la composición corporal.

Hace alrededor de 5 años decidí abandonar mi dieta saludable e ingerir todo aquello que me apeteciese, algo que jamás en mi vida había hecho, a causa de  mi diabetes tipo 1 (hace 30 años, la medicación que tomábamos no nos permitía llevar la vida que hoy un diabético puede tener; nos permite comer de casi todo y tener más margen horario con las comidas). Imité lo que llevaba viendo a la gente que me rodeaba: comer cuando y cuanto me apeteciese. Extremé las precauciones respecto a mi enfermedad, ajusté la insulina de manera que no influyese negativamente en mis niveles de glucosa, la ingesta extra de grasas e hidratos. Por supuesto me hice analíticas completas antes y después de ese año “glorioso”. Los resultados fueron 8 kilos de más, un aumento considerable del colesterol malo y nada más. El nivel general de mi glucosa (glicosilada) se mantuvo perfecto. A nivel anímico me encontraba de buen humor y a nivel energético durante los entrenamientos también. No hubo ningún cambio en mi masa muscular obviamente, pero sí en el tejido graso. La resistencia aeróbica y anaeróbica tampoco experimentó grandes cambios. Obviamente, mover 8 kilos de más se notaba algo, pero no era dramático, se podía sustituir por el buen humor que me proporcionaba poder comer “sucio” después de más de 30 años comiendo “limpio”  (frutas, verduras, todo a la plancha, no fritos ni salsas, nada de alcohol, nada de grasas saturadas ni alimentos procesados y,  sobretodo, un horario a rajatabla). El factor psicológico jugó un papel fundamental: sabía que el proceso tenía un punto y final y eso hizo que lo viviera como un capítulo de aventura en mi vida deportiva y personal. Pasado ese año volví a mi rutina. Necesitaba la sensación de cuidarme, sentirme más ligera y bajar mi colesterol. En pocos meses volví a mis valores normales aunque perder peso fue lo más difícil en mi caso, pero lo conseguí como siempre: ejercicio físico y dieta saludable. No hay más misterio: ni dietas milagro, ni pastillas, ni ayunos, ni terapias milagrosas: recortar un 15% de las calorías que necesitamos y moverse.

Este año he hecho el experimento a  la inversa y ha sido sorprendente. Además de tener más conocimientos sobre los alimentos por mis estudios superiores, más herramientas en cuanto al autocontrol psicológico sobre la comida, y un mayor nivel de conciencia durante los últimos años sobre la sobrealimentación, el experimento ha sido la bomba. Aprovechando un viaje a Indonesia donde contraje una bacteria y perdí una gran cantidad de tejido graso, y adquirí el hábito de suprimir las harinas y alimentarme por muchos días a base de plátanos y líquidos, quise continuar con la aventura. De la mano de mi endocrino, me hice unas analíticas completas y seguí durante meses con la premisa de ingerir hidratos en su versión menos procesada y rápida: nada de arroz, ni patatas,  ni pasta ni harinas. Sólo frutas y la lactosa de los cafés con leche (que no son pocos). En cuanto a las proteínas, las ingiero tanto de origen animal como vegetal y una gran cantidad de semillas: pipas de girasol y calabaza, sésamo… El resto de macronutrientes y micronutrientes vienen indirectamente con esos hidratos y proteínas (la grasa de los lácteos, frutos secos… vitaminas y minerales…). Ese proceso ha durado más de un año. Las analíticas han sido aún más completas para asegurarnos de que al suprimir esas harinas, pasta, arroz… no estaba creando carencias en mi organismo. El resultado ha sido óptimo. En los últimos meses, siguiendo con la misma rutina y de manera espontánea, he reducido las cantidades casi a la mitad, algo impensable para mí hace unos años. Si hubiese visto por un agujero lo que hoy en día y por un largo periodo de tiempo iba a estar comiendo, no hubiese dado un duro por mí. Tengo la misma fuerza entrenando, muevo la misma cantidad de kilos en el gimnasio, mi resistencia es asombrosa, me siento más ligera y sobretodo visualmente he reducido como un 5% mi porcentaje de grasa corporal (y un par de tallas). Eso ha sido muy motivante para seguir con este modo de vida. Estamos sobrealimentados, la industria de la alimentación es brutal y nos metemos en un círculo peligroso. Una de las principales causas de muerte en los próximos años a nivel mundial será la diabetes y os aseguro que es una enfermedad silenciosa que no queréis tener por sus múltiples consecuencias a nivel físico, mental y social.

El impacto del factor psicológico sobre la comida es muy bestia: el apego que se tiene a la comida y la ansiedad y el estrés que encuentran en la comida y bebida un aliado para poder existir hacen que normalicemos que comer hasta reventar sea de lo más corriente.

Artículo publicado en el Diario de Ibiza